EL CAZADOR
“En el futuro, vamos a terminar
comiendo píldoras...”
Anónimo.
Una nausea bien conocida asomó a su conciencia, e hizo que olores y sabores fermentaran entre sus ideas espesas como las babas que le goteaban de la boca. Se las limpió con saña y recorrió ansiosamente la sala, buscando la ventana. Era una tarde medianamente despejada de invierno, y los vehículos se agolpaban como moscas alrededor de los edificios de Providencia. Sus cuerpos cromados, pletóricos en destellos, le proporcionaban a aquella ciudad una característica luz mortecina, que hacía tiempo era el único reporte que muchos ciudadanos tenían del sol. La gente se trasladaba con la vista perdida en las profundidades de la ciudad, intentando asegurarse el escaso oxigeno para dar el siguiente paso. En estas circunstancias, ellos tenían una vaga idea de muchas cosas: del aire, del cielo… incluso del sol. Los niños de menos de 4 años ya no dibujaban un círculo para representarlo, sino que trazaban líneas amarillas en un fondo negro. Conocían solo los rayos de luz que los vehículos, distribuidos en infinitas filas y flotando flemáticamente entre los cientos de pisos, les permitían ver. En cambio él, desde su privilegiada posición en el piso 2157, observaba con pavor el atardecer. Sin desearlo venían a su mente imágenes confusas sobre como matar a un Dios. Recordaba como apagarle la vida sin dolor, como dejarlo desangrarse para que las nubes recibieran gozosas su sangre, como cortarlo en pedazos para dar de comer con los restos a las fauces abiertas de los cerros del poniente. Al observar cómo las montañas terminaban de saciar su hambre, una gota de sudor frío le recorrió el cuello y le hizo entender que no podía evitarlo. El hambre había llegado. Desde las profundidades de su estomago, los actos afloraron como la lava, y ansioso miró hacia una esquina del departamento, buscando sin éxito aquella anacrónica habitación llamada “cocina”. En su lugar, encontró la pared manchada de humedad, su colección de armas y antigüedades y otros cachivaches. Le perturbaron del conjunto dos elementos: un cuchillo de cocina adornando la pared, y el pequeño refrigerador, a un costado, donde se mantenían frescos y encerrados en coloridas pastillas, los sabores, los olores... la cordura misma. En honor a ésta extrajo una bolsita del freezer y la vació en segundos dentro de su boca. Sin embargo aquel acto reflejado en la compuerta del refrigerador le enrostró la pesadilla. Al verse usando los labios como tentáculos, cual parásito desesperado por que el azar le traiga algún desperdicio, las pastillas rodaron por su boca abierta y cayeron al suelo sin que las pudiera contener con sus dedos torpes. Tenía uñas para desgarrar tejidos, y 5 dedos como para asir hachas, lanzas y mazos, y agitarlas en el aire sobre algún animal salvaje y furioso, pero definitivamente no estaban hechas para sostener píldoras. Pensaba en eso cuando una pantalla minúscula se encendió sorpresivamente sobre una de sus manos con el titular de un diario electrónico que anunciaba: “el cazador ataca de nuevo en la capital”. Luego de apagarla con un movimiento discreto del meñique, la decisión ya estaba tomada. Aquel titular transformó sus intentos por controlar el hambre en una simple complicidad de la conciencia con el instinto, y desde ese instante su mente se concentró en elegir las mejores flechas de su pared.
La fábrica de extractos animales, que llevaba 15 años produciendo las píldoras que alimentaban a la mitad de Chile, quedaba en el otro extremo de la ciudad. Nadie lo detuvo en su ruta; caminar por las calles de Santiago en esos días premunido de un arco y un carcaj no era gran cosa. La gente circulaba por las aceras en sus tanques, o paseaba sus mascotas que ya no eran perros o gatos, sino jabalíes, ciervos, pumas, o lo que fuera. Sólo un policía le consultó sobre sus extraños implementos, a lo que contestó que era miembro de una sociedad de preservación de las culturas primitivas. Ante esto, el oficial se rió de buena manera y lo dejó ir, refunfuñando algo ininteligible.
Al llegar allá, observó a través del Domo de cristal donde se cultivaban y cosechaban las materias primas animales, conocidas simplemente como ganado. Era de noche, pero adentro aún había sol. Siempre había sol, y las vacas pastaban apaciblemente. La ley surgida ante los reclamos para erradicar muertes inhumanas era muy estricta, y la fábrica cuidaba su licencia con celo, implementando sistemas de procesamiento que aseguraban la muerte indolora y aséptica de los novillos, la materia prima que le aseguraba a la empresa jugosas ganancias. Ante lo anterior, perfectos dispositivos de seguridad resguardaban el recinto, por lo que era imposible que personal no autorizado ingresara.
Él sabía esto muy bien. Sin embargo, recordó que los camiones recolectores llegarían en unas tres horas, y concluyó que pese a lo anterior, no habría testigos.
Descolgándose de una viga metálica ubicó a su presa: regordeta, lista para ser cazada. Parecía no sospechar el acecho, pues se refugió en una rústica caseta aurinegra y se agachó distraída, rumiando en busca de algo en el suelo. Esto despertó al cazador. Era su oportunidad, quizás la única: con el arco y la flecha lista en las manos tambaleantes, se acercó en silencio. El ruido había sido el enemigo acérrimo del carnívoro desde tiempos inmemoriales, ahora, podía significar la extinción de una especie.
Pero algo falló. La víctima se dio vuelta imprevistamente, y a lo lejos se escuchó un grito como el de un guardia. Había sido detectado.
La flecha se deslizó de su mano y fluyó como un río hasta la presa, que lanzó un gemido semejante al asombro, quizás por que nadie había visto un cazador en años. Hecha ya carne, cayó como un bulto pesado en el suelo, y con tranquilidad, el cuchillo de cocina se encargó de terminar de cerrar sus párpados deslizándose suave en el cuello moreno. Fue rápido y certero.
El cazador ató las patas de la víctima y le cubrió el hocico sanguinolento y el rostro con una gorra de guardia de seguridad que encontró a un par de metros del cuerpo. Finalmente lo arrastró tranquilamente, y desapareció en la bruma.
En el interior de la fábrica, todas las vacas siguieron pastando. Ellas no vieron nada.